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VICENTE DE LERINS

CUANDO EL RIO YA ES MAR, por J.Barril

CUANDO EL RIO YA ES MAR, por J.Barril

«Cruz del Sur, la hija pequeña de la gran familia de banqueros septentrionales, ya saben, los del Sur de toda la vida, cruzó el río Senegal desde Mauritania a bordo de un destartalado todoterreno en el que se apiñaban unos cuantos mercaderes y ella, la señorita del Sur, con su mochila Coronel Tapiocca y sus botas Panama Jack. Cruz del Sur llegó al Hotel de la Poste de Saint Louis, allí donde la leyenda del aviador Mermoz descubriendo las rutas aeropostales con América Latina se encuentra todavía hoy en sus paredes. La señorita del Sur era en realidad una señora, una mujer de 48 años inmejorables que huía de sí misma sin querer darse cuenta de que en el pliegue de sus mochilas de diseño se encontraba el gran temor de su vida. Incapaz de abandonar nada, pero al mismo tiempo con una enorme curiosidad por todo, su vida había empezado siendo un hilo de seda y ahora era una cuerda llena de nudos que la ataban más y más a sus orígenes, a sus esposos y a sus amantes.Decidió tomar la rosa de los vientos y agarrarse al punto cardinal con más espinas. Desde la ventana del Hotel de la Poste veía el puente de hierro que Eiffel, el ingeniero que no dormía de tantas obras que se le atribuyen, proyectó sobre el largo cauce del Senegal ante la sorpresa de las piraguas multicolores que cada día convierten a Saint Louis y su delta en una de las pocas despensas de África. Cruz del Sur estaba harta de desiertos de arena y decidió ir a sentir la soledad de la supervivencia. Alquiló una lancha y a un piloto que la llevara mar adentro, ahí donde sólo hay peces en el vértice de dos azules.

El propietario del exclusivo club donde se encontraban las dos únicas lanchas de pesca de Saint Louis era un blanco lechoso que decía haber nacido en un lugar incierto llamado Luxemburgo. Recibió a Cruz del Sur con ese embeleso con el que los pocos blancos de Senegal atienden a las pieles pálidas. Le habló de los peligros de la mar y de lo honrado que estaría si, al regresar de su día de pesca, se dignaba a cenar en su mesa. El luxemburgués no sabía que estaba ante una de las herederas de una gran fortuna europea. Le bastaba comprobar que era blanca. Cruz del Sur se desprendió con desidia y un cierto asco del luxemburgués, subió a la lancha y se presentó ante el hombre que había de llevarla a buscar la línea del horizonte con el pretexto de pescar. "Mi nombre es Matar". Un escalofrío recorrió el cuerpo de la señora del Sur cuando le daba la mano. "No es lo que usted cree", le dijo en una mezcla de francés y de la lengua wolof, "Matar quiere decir el elegido No tiene nada que ver con la muerte".

Matar puso al límite el motor Yamaha 200 de su pequeña barca. Volaban sobre el río y los pescadores, desde sus frágiles piraguas, saludaban con la mano a aquel de los suyos que navegaba más rápido que ellos con una dama blanca al encuentro de los dos azules. El continente se había quedado atrás y el oleaje era cada vez más intenso. Entre el valle de una ola y la cresta de la siguiente les esperaban tres metros de caída y de remonte. Una y otra vez y la espuma que caía sobre la lancha la iba llenando de una evidente inquietud. Empezaba a marearse, pero Matar continuaba navegando hacía el fondo de un mar infinito.

Incapaz de abandonar su propia melancolía de pronto Cruz del Sur tuvo miedo y náusea. Se agarró a la borda y sobre el mar azul brotó de su boca avergonzada el café au lait y los cruasanes de la mañana. Avergonzada miró a Matar como diciéndole: sólo soy una pobre mujer mareada y despistada. He subido a tu lancha como una loba de mar y sólo era una oveja de secano. Sácame de aquí, por favor. En el fondo del océano se pudrían centenares de miles de esclavos que naufragaron atados a las bodegas de los buques negreros. Tal vez ahora había llegado el momento de hacer las paces. Matar la miró entre dos olas. Le alargó un pañuelo y viró en redondo.

Y el piloto se convirtió a ojos de Cruz del Sur en almirante. Se acercó a él y a sus brazos robustos mientras destejía el camino de regreso. Se sintió protegida y respetada, incluso admirada cuando los pescadores de las piraguas tradicionales volvieron a vitorear al único de ellos que se había hecho con una barca de blancos. Al llegar a puerto llamó a su padre y compró al luxemburgués el hotel, las lanchas y el exclusivo club de blancos. Nombró director general a Matar y decidió abandonarlo todo menos a él. Desde entonces el mar de Saint Louis es llano como una pradera y Cruz del Sur, cuando tiene dudas, recuerda que Matar no es otra cosa que el elegido y que no tiene nada que ver con la muerte sino más bien con la vida.»

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