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VICENTE DE LERINS

LA VERJA O LA JAULA, por J. Barril

LA VERJA O LA JAULA, por J. Barril Debió de ser a mediados del siglo pasado cuando Jesús Cristino y José Morón, amigos, compadres y socios, compraron dos parcelas contiguas en el lugar más bello de la ciudad para edificar la casa de sus sueños. El mismo arquitecto les construyó el edificio, ni tan grande como un palacio ni tan pequeño como una casita de veraneo. Se trataba de vivir lo mejor posible y tanto Cristino como Morón habilitaron un amplio espacio frente a la casa como jardín comunitario.
Tras la casa llegaron los hijos. Les llamaron como ellos se llamaban. Jugaban al balón en el jardín y la vida era plácida y confiada. Algunos domingos de verano montaban barbacoas a las que asistía todo el barrio y los amigos comunes. En invierno adornaban un único árbol de Navidad que se veía desde muy lejos y, cuando llegaba el tiempo de las cerezas, las compartían.
Pero algo malo empezó a pasar en aquel país. La economía no acababa de funcionar y los pedidos de la razón social Morón y Cristino empezaron a disminuir. En la abundancia todas las piedras son redondas, pero en la escasez aparecen los cantos afilados. Morón y Cristino murieron juntos en un accidente de circulación cuando regresaban de unas gestiones bancarias que habían de mitigar la crisis de su empresa. Heredaron su patrimonio sus hijos, Morón Dos y Cristino Dos. Con ellos la empresa entró en quiebra y la enemistad de las cuñadas llevó a la ruptura. Un día José Morón Dos vio como su vecino Jesús Cristino Dos empezaba a cavar una zanja en la mitad del jardín y plantaba tallos de bambú. Se habían acabado, pues, los juegos de pelota y las barbacoas conjuntas. El bambú es una planta feraz. Al año siguiente Morón Dos ya tenía que preocuparse de mantener el límite limpio de tallos de un bambú que crecía y crecía. La verja vegetal se había hecho espesa y los Morón Dos ya no sabían nada de sus vecinos, ni si estaban en casa o tenían la luz del porche prendida.
Pasaron los años, bastantes, y Morón Dos y su esposa decidieron continuar el resto de su jubilación a una lejana isla. La casa la heredó Morón Tres, un joven artista que cumplió a rajatabla las instrucciones de su padre de mantener la verja de bambú a raya. Ya nadie sabía nada de los Cristino. Morón Tres conservaba algunas fotografías de cuando la amistad y las cerezas, las barbacoas y los partidos de fútbol, pero aquello era cosa de los abuelos muertos. Lo cierto es que Morón Tres triunfó en su especialidad, se casó con la que él consideraba la mujer más bella del mundo y se la trajo a la mansión familiar. También en aquel jardín nacieron sus hijos, el mayor de los cuales, Morón Cuatro, le daba al balón en el jardín y a veces la pelota se perdía más allá de la verja. El exceso de balones perdidos excitó la curiosidad de Morón Cuatro. Con unos amiguetes de la escuela y armados con un machete y un par de linternas, decidieron una tarde cruzar la valla de bambú que rodeaba la supuesta casa del vecino. Los primeros pasos demostraron que la verja no era un simple muro vegetal. Con los años el bambú había ido creciendo en grosor y en espesura. De vez en cuando aparecía una de las pelotas perdidas, pero ellos siguieron avanzando hasta que sintieron bajo sus pies la superficie sólida de una escalinata. Era la entrada de la casa vecina, gemela a la que Morón Cuatro conocía. El bambú había crecido entre las baldosas, había llegado hasta la puerta y había acabado cegándola e impidiendo su abertura. Animado por sus compañeros, Morón Cuatro entró por una ventana. Caminó con la luz temblorosa de la linterna por la casa oscura. Vio en las paredes los mismos cuadros antiguos de su bisabuelo y otro señor cuando el jardín era un espacio común. Se les veía sonrientes y felices. Se oyó un ruido en la cocina. Morón Cuatro y su comando fueron hacia allí. Un niño de su edad, parecido al señor desconocido de la foto. Les miraba mientras comía tallos de bambú. Le sacaron de allí, le dieron de comer y le escucharon. Cristino Cuatro se había quedado solo en casa. Sus padres jamás regresaron y él estaba convencido de que el mundo era aquella pequeña selva que el odio plantó en su día. La verja que había de haber protegido a los Cristinos se había convertido en una jaula. Al día siguiente, una máquina roturó el bosque de bambú y un Morón volvió a jugar al fútbol con un Cristino

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