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VICENTE DE LERINS

PLANTAPINOS, por B. Rovira

PLANTAPINOS,  por  B.  Rovira

Dice Juan Cruz que no hay sensación más maravillosa que la de coger entre las manos una piña recién caída del árbol, cerrar los ojos y respirar a fondo hasta impregnarte del olor a resina y a madera. Corrían los años cincuenta cuando Juan Cruz, al que llamaremos Juan el Plantapinos, llegó al barrio del Carmel procedente de Peal del Becerro, en la provincia de Jaén. Llegó siendo un niño, cogido de la mano de sus padres quienes, al salir de la estación de Francia con los bultos y las maletas, decidieron coger el camino de la montaña y subieron hasta lo más alto del barrio para construir una barraca adosada a los cañones que se asomaban, inútiles, sobre una ciudad que, perdida la guerra, ya sólo podía defenderse de la pena y de la pobreza.

De aquel primer hogar, Juan recuerda los pasillos estrechos arrimados al hormigón que protegía los antiaéreos; la aglomeración de familias apretujadas en habitaciones de paredes de chapa; las luces de los candelabros, las velas y el carburo; los cubos de agua que había que llenar en la fuente; la cocina de leña; el wáter con los pies en la hierba y la mirada en las estrellas...El padre de Juan, agricultor, compró con el tiempo una viña en la calle doctor Bové, que entonces no era calle ni era nada, solo monte y campos, y allí empezó a construir con sus propias manos, el primer piso de lo que hoy es la “finca” familiar de los Cruz, cuatro pisos levantados a pico y pala, luchando contra la montaña y contra el sueño, porque la ciudad que hoy nos mira fue construida quitándole horas a la noche y a los fines de semana, trabajando cuando tocaba descansar después de haberse ganado el jornal en la fábrica.

Con 14 años, recién terminados los estudios elementales en la escuela para pobres que habían en el Cottolengo, Juan empezó a trabajar de panadero. Vivía de noche y dormía de día. Y fue durante aquellos años, quizás debido al aislamiento, cuando se despertó su vocación por la naturaleza. Su padre tenía entonces un pequeño terreno en Cerdanyola donde iban los fines de semana a plantar. Patatas. Habas. Algunos olivos. «Al árbol —decía el padre y Juan le escuchaba atento—, hay que podarle las ramas que le tapan el sol, hay que dejar que el sol le entre dentro». El segundo trabajo de Juan fue en la fábrica Hilaturas, de Sant Andreu. Trabajaba en una nave cerrada, pero su imaginación se lo llevaba lejos, hacia los espacios abiertos. Juan hacía ya tiempo que había empezado a recoger piñones y se entretenía plantándolos en macetas de la terraza de su casa. Cogía primero un vasito de plástico de los de café, le cortaba la base, colocaba el piñón en el centro y lo regaba todos los días siguiendo atentamente cómo se producía el milagro:

«Primero —explica Juan— salía una raíz que avanza hacia abajo, luego se forma como una especie de flor que se abre por arriba y salen las hojas como si fueran una explosión». En quince días el piñón está preñado de vida. Pero todavía necesitará cuidados y Juan no los entregará a la naturaleza hasta que hayan pasado uno o dos años, cuando el pino tiene ya unos veinte centímetros. Un día Juan salió hacia la fábrica con una maleta cerrada. Dentro iba uno de sus pinos. Juan Cruz se disponía a plantarlo en el patio de la fábrica y así lo hizo. Un pino en la fábrica. Otros dos más cerca de su casa, en el parque de la Font d’en Fargas. Luego unos eucaliptos. Un par de robles. Juan recogía las semillas y, después de fecundarlas en su terraza, las devolvía a la naturaleza. «La naturaleza —dice— es la base esencial de la vida. Somos parte de la naturaleza. La naturaleza te da paz interior. Te hace sentir bien. Es inteligente. Te enseña el valor de la vida. Te habla y te dice que todos formamos parte de la misma familia. Y cuando dañamos a la naturaleza nos hacemos daño a nosotros mismos, porque matamos la vida». Juan, El Plantapinos, se ha jubilado recientemente y ahora promete que aumentará su actividad repobladora. Lo primero que hizo para celebrar la jubilación, fue plantar un árbol. Y éste verano casi no daba abasto por culpa del calor que apunto estuvo de llevarse por delante sus criaturas repartidas por el barrio, a las que salió a regar todos los días. Pero el peor enemigo de sus pinos no es la naturaleza, sino el hombre. Juan notó un día que algunos que le veían remover la tierra, luego miraban qué había estando haciendo y desenterraban sus pinos. Así que tuvo que buscar una estrategia para su actividad y decidió que la mejor hora para plantar era después de la comida cuando la gente está viendo la telenovela.

A la hora de la telenovela, pues, si alguno de ustedes decide aquel día perderse por la Font d’en Fargas es posible que se encuentre con Juan Cruz, El Plantapinos inclinado en la tierra, hablándole a un piñón, sacando unas malas hierbas, regando un eucalipto. Sabíamos hasta hoy que el Carmel es un barrio que transformó la chabola en casa, levantó escuelas donde había sólo barracones, consiguió autobuses, bibliotecas, mandó al Pijoaparte a comerse la ciudad con una moto robada y enseñó a sus vecinos del Guinardó, donde yo nací, que la ciudad no terminaba en la plaza Sanllehí. Lo que no sabíamos es que había también en la montaña un hombre que se resistía a morir ahogado en el hormigón, el maldito tocho que avanza a veces sin contemplaciones, como una enfermedad, y se olvida de que los hombres han nacido con los pies en la tierra y que necesitan tanto de la naturaleza como la naturaleza de ellos.

Demos pues gracias a Juan Cruz por sus pinos. Por su Carmel de pinyons.

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